Translate

jueves, 26 de enero de 2017

Tatuaje y cicatriz.

Tus manos se levantaron amorosas esa mañana. Revolverme el pelo como un cachorro y abrazarme con fuerza fue casi lo primero que hicieron. Minutos más tarde estarían invitándome a desayunar en una cocina blanca e impoluta, siendo el silencio menos silencio por el sonido de la cafetera y el tic-tac del reloj.
Pensaba que pronto se abriría paso una tarde soleada, de esas donde no tienes que preocuparte por absolutamente nada y te entretienes con pasatiempos para que los minutos se sucedan más rápido.
Hay que ver lo que me gustan los desayunos con un vaso de zumo de naranja recién exprimida y un par de tostadas con mantequilla y mermelada. Más que gustarme, me vuelven loca, y aún más cuando haces equipo con otra persona para disponerlo todo. Entre que una va y la otra viene parece que la energía salta por las paredes incontenida y acaba por solaparse a los cuerpos.
Leche, café, azúcar, sonrisas cómplices y ojos relucientes de alegría, tus largos dedos removiendo con la cucharilla en la taza y mis dedos copiosos de pianista haciendo lo mismo. Mordiscos para aquí y mordiscos para allá, y chasquidos de besos que estallan al aire y vuelan de un extremo a otro intermitentes.
Qué suerte la mía despertarme así contigo, sintiéndome querida y protegida en ese espacio que llamo hogar. Qué suerte recordarte con tanto amor aún cuando terminaste por destrozarme el corazón.
Cuando recogimos los cacharros, cada uno hizo lo propio y se retiró hacia sí mismo dejando margen al otro, aunque el mío fuese como de costumbre para guardar las botas militares tiradas por cualquier esquina y hacer la cama tras dejar ventilando la habitación, eliminando cualquier prueba que delatase el sueño a tu lado. Poco más podría hacer que ir recogiendo por partes el desorden generado el día anterior, pues entendía de sobra que eran puntuales los momentos para estar contigo y no se correspondía con entonces.
Con los segundos contados, te vestiste como un autómata tratando de recordar todo lo que tenías que llevarte, mientras yo esperaba a la triste despedida que me separaba de tus brazos. Quizá entonces, de haber sabido que ibas a mentirme, hubiese preferido huir bien lejos de la verdad atónita con la que iba a cubrirse mi piel.
Avanzaste pasillo adelante mientras seguía con suavidad tu estela de pasos, contando las horas que habrían de pasar para volvernos a ver. Frente al espejo que colgaba en la entrada, me besaste la frente como si me asegurases así tu cariño sincero sin medida, y yo, tan acostumbrada a dejarme llevar por las emociones, te guardé en un abrazo que no conseguía protegerte del todo.
Con mis ojos reflejo de los tuyos, te descubrí todo lo que pude y más el amor que enlazaba mi alma a tu existencia y sonreí guardando los dientes, estirando las comisuras hasta que mis mejillas parecían dos pequeñas manzanas sonrosadas.
Me respondiste dibujando esa sonrisa que me hacía pensar que, si existiese un cielo donde resucitar, tendría lugar entre esa tierna calidez. Pronunciando un adiós desenfadado, saliste por la puerta para descubrirme con horror que era el último esta vez, que ya no ibas a volver.

No hay comentarios:

Publicar un comentario