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lunes, 23 de noviembre de 2015

Letargo.

El cuello, y no la cerviz, está hundido hasta casi tocar su pecho. Que si pudiera, lo clavaría para no ver la catástrofe que se extiende ante, tras y alrededor de sí. Un velo de sombra cubre su visión y no se entrevé el sol en ese día nublado, donde se arremolinan sirocos susurrantes entre las ánimas.
Mira a su alrededor, al último escuadrón, tendido sobre los suelos en una visión agónica y desgarradora. Tantos cuerpos teñidos de escarlata, que nunca dudaron en volver a la batalla, formando un entramado de piel y huesos que empiezan a fundirse, un mar de aleaciones que ya duerme plácidamente hasta el fin de los tiempos.
Coge su escudo, viejo y desgastado a lo largo de las batallas, y tira de él con las últimas fuerzas que le quedan. Se levanta con rabia, temblando violentamente ante el esfuerzo, sintiendo el cuerpo más pesado que nunca. Jamás lo había sentido tan pesado como hasta entonces, y probablemente jamás lo vuelva a sentir. Es una última corazonada.
Se apoya sobre él, descargando todo su peso sobre ese soporte que es como una extensión de su brazo. Su cuerpo se resiente, amenazador con dejarse caer y no volver a levantarse; pero no puede permitirlo, debe esperar a que lleguen y guiar el último escuadrón. Aferra de su espalda el magnífico arco de caoba negra que tiene en posesión, con el que tantas flechas había disparado con certeza al pecho del enemigo y, con solemnidad, lo parte en su rodilla para que nadie pueda volver a usarlo.
La sangre mana de sus venas y arterias, yéndose la vida cruel y déspota que le había tenido contra la pared todos estos años. Si se va, se irá de pie. Sin deshonra ni rendición, sólo sostenido por una dama tan bella como la luna que quita todo miedo. Lentamente va desangrándose, perdiendo la noción del espacio y el tiempo hasta que sus últimas fuerzas le fallan, momento en que una canción acude a su memoria y pensamiento, cuya letra y melodía jamás podría olvidar.

lunes, 2 de noviembre de 2015

Ignominia.

Apareces en mi radar y activas mis alertas meteorológicas, haciendo de mí cenizas húmedas de sal. Cómo querría que vengas otra vez y pruebes el veneno de la esencia comodín, cuidando no engancharte con los vértices que provocarían tu caída a las sombras... Pero maldita sea tu reticencia a los metales que impide a tus ojos verme de nuevo inocente en la infinitud del ser. Aunque nunca fuese.
De tus ojos a los míos hay cuatro pasos y dos besos, de tus manos a las mías existe un hilo conductor que no se ve, de tus labios a los míos hay excusas y suspiros. Cruel tortura que me espera por verte pasar como una estrella fugaz, que quien dijo que cumplían deseos al cerrar uno los ojos fue sierpe evocando la manzana. ¿Quién dio la manzana envenenada a quién? Siempre culpan a Eva...
¿Atreverán tus piernas a volver a pasearse por este entramado de recuerdos con la elegancia que es dotada de las artes vueltas a la luz? Te visualizo gimiendo todo el dolor que clavé en tu alma, tratando de morderme el corazón. ¡Cuánto encanto te nutría en aquellos alocados instantes! Tanto que volvería a afilar las dagas. Sólo por ti, y nadie más. Déjame inmersa mientras atrás queda tu estela.
Soplan sirocos ardientes entre mis párpados y acaban por colarse entre mis costillas, que se abren como persianas al alba. Inundando todo azul, un rayo vespertino provoca una sacudida eléctrica en la raíz del árbol que extiende sus ramas por mi cuerpo. Qué descarga tan violenta en esta laguna insondable, y qué placentera al producirse la conexión que me da vida.