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sábado, 25 de octubre de 2014

Psicosis destilada.

En noches ciegas que descubren maravillas, suelo caminar por calles heladas que se tiñen de luz de farolas y sombras proyectadas. Predominan las significativas derrotas, las tristezas sobre las alegrías y el dolor sobre la sonrisa, o debajo. Siempre acompañada de esa punzada agonizante que invade el pecho, en forma física y espiritual, sin poder localizar el foco del dolor; son ya tantas cosas acumuladas...
Como alma sin su cuerpo, siento el diafragma estallar cuando ahogo mis penas en alcohol, en un intento de encharcar los pulmones, mientras me escondo tras mis propios muros (barreras, barreras y más barreras): sonrisas que quiten hierro al asunto, tristes pupilas que procuro alejar, movimientos enérgicos que inspiren fuerza, pasos firmes que indiquen seguridad, lengua vivaracha que transmita desvergüenza.
Y si alguien cruza la frontera, no importa mientras no pueda extorsionarme para que hable. Todos los detalles se han quedado vacíos, hasta los más clásicos y románticos. Ya ninguna flor es capaz de arrancarme una verdadera sonrisa. Me recuerdan que estoy tan muerta como ellas... Así, pudriéndome con el aire y el arsénico que invade mis vénulas, consumiéndome como la vela que nadie se atrevió a apagar, deteriorándome en un futuro incierto de realismo.

jueves, 23 de octubre de 2014

Espejo de soledad.

Sólo bastó un instante de despreocupación para encontrar, tras toda la noche evitando cruzarme con seres magnéticos, el polo opuesto que irremediablemente me atrajo hacia él. En medio de un pasillo iluminado por neón estroboscópico, un conjunto de ojos verdes enrojecidos por el humo, pelo de lignito y sonrisa sardónica de tiburón se me quedó mirando, dispuesto a no dejar que llegase al final.
Decidida a salir de aquel claustrofóbico lugar, el cual encerraba toda la tensión de dos desconocidos con recuerdos compartidos, aproximé mi cuerpo con pasos rápidos y certeros al suyo de forma frontal, como si me dirigiese a estrellarme contra él. Con precisión y todo el espacio que podía aprovechar, me eché a un lado la medida justa para no rozarnos, un paso antes de estar uno junto al otro. Yo algo más hacia la pared, él algo más hacia mí; pude oler las sustancias que impregnaba su cuerpo y él examinar el largo de mi vestido.
Qué hubiera dado en ese momento por ser más inteligente y menos orgullosa. Cometí un error de falta ligera, pero al fin y al cabo, un error. Pensaba en los sofocos que sabe provocarme, con sólo deslizar un dedo entre mis omóplatos; en los gruñidos ahogados que suelta, como si de un perro de tratase, si acaricio sus labios con la lengua; en cómo había ignorado todo eso, sólo desvistiéndome con la mirada, restando importancia a cualquier encontronazo anterior, dejando que fluyese el momento sin capturarlo.
Estaba herida, decepcionada, abatida y, sobre todo, muy cabreada. Por ello, no supe reprimir los deseos de mirarle tres pasos más allá, siendo atravesado por una flecha en la diana de mis ojos. Mi sorpresa fue mayúscula cuando me giré con las pupilas incendiadas y divisé, en el mismo punto donde el cerebro me había colapsado, a aquel tipo descarado, con la mirada electrizante y una sonrisa que pedía ser mordida.
Yo, mar fiero e indómito, me precipité a morir en las orillas de aquel satélite de vidrio, sorprendida en mitad de una pleamar que me ahogaba el corazón. Como el fluir del líquido inflamable que se apropiaba de mis arterias, me deslicé en silencio hacia mi intermedio final sólo acompañada por el eco de mis pasos, el aire que cortaban mis caderas, el ruido de música y conversaciones, el lúgubre pensamiento de una oveja esperando al lobo y el fingido porte de valentía y superioridad.
Así, cuando la voz ronca y gutural salió de aquella garganta, acariciando con la lengua cada sílaba dispuesta a posarse en mis oídos, perdí la vocecita interior racional y se abrió paso en mí, como un huracán devastador, el ser lujurioso, egoísta, entregado y desmedido que habita en cada uno de nosotros, gritando satisfactoriamente la palabra libertad.
Mirando con profundidad mis ojos, como si quisiese dar seriedad al momento, me dijo:
-Qué guapa que eres.-
Y aferrando delicadamente mis manos, examinándolas con la mirada, añadió:
-Joder... Si es que eres preciosa por todas partes.- al tiempo que hacía que mis brazos se separasen y diese una vuelta sobre mí misma, consiguiendo que mi largo cabello flotase como una nube.
Por suerte para mí, esas palabras no hicieron ningún efecto descongelante ni rompieron la coraza de bromuro; ya estaba acostumbrada a oír palabras dichas con los ojos ciegos, la mente vacía, la piel insensible y el alma muerta. Sintiendo la fría oscuridad de las noches, que se cernía amenazadora ante la falta de realismo, me aferré a mis anclajes y dejé que me invadiese por dentro, acusando la falta de lágrimas y amor propio, sólo susurrando:
-De la forma en que me quieres, no necesitas decir nada para tenerme.-
Con la tristeza reflejada en la luz que hay tras las pupilas, sonreí amargamente y permití que fuese otoño en primavera, encerrando todo lo bello que me quedaba en el más recóndito lugar de mí misma, dejando que se ordenara el caos, hundiera el helio, destiñera el azul, durmieran los gatos y callaran las sirenas.