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lunes, 1 de agosto de 2016

Fin del mundo.

Volver a tan amado lugar,
¡oh!, donde habita el corazón.
Alejarse y comprender al fin
qué desgarrador llega a ser
estar lejos del ser amado,
entendiendo que no hay belleza
igualable a la suya: nadie
tan fiera ni tan vieja
ni tan inquebrantable.
Alejarse y llorar por eso
que llamo patria, hogar,
religión, rendición,
buscando -en vano-
el mar recortando
contra verdes valles y
montañas y esperanzas.
Pero uno siempre vuelve
donde deja el corazón,
porque los primeros amores
echan sus raíces dentro
y no mueren jamás.
No, no podría olvidar
al amor de mis amores
tan fácil como otros
olvidan sus orígenes y
nacen -otra vez- distintos.
No podría olvidar la felicidad
de sentir la lluvia sobre la piel
y el aire puro y la tierra húmeda
bajo los pies en medio de la nada,
la sensación de libertad,
el misticismo entre carbayos,
el salitre adherido a la ropa y
la salvaje naturaleza hechizante.
Vuelvo a ti imantada, amada
del norte tras el muro,
esperando que me acojas
en tus brazos nudosos y sabios
bajo el tenue sol que se esconde
mientras nacen arcoiris y la vida
florece a nuestro alrededor,
supurando mitología en cada recodo
y empapando mis ojos de la niñez
que aún mantienen los poetas
al verte viva como nunca, aunque
algo abandonada desde 80 años
y algo más, pero siempre
inmortal al paso del tiempo.
Así que, tras larga y sufrida
espera al sol naciente,
vuelvo al poniente de mi alma
y de mis sueños indómitos,
a bañarme contigo en ríos
impetuosos y bailar
con las gaitas que insuflan
el deseo de escanciar
para devolverte
todo lo que nos das.
Que tú eres mi alfa y mi omega
y brindo por ti allá donde voy,
llevada por el orgullo de ser
-aunque viva entre
frío y oscuridad-,
y abandonarme a tus encantos.
Me postro ante ti y permito
que raptes mi corazón
-una vez más y no la última-,
amada mía, amada tierra,
amada Asturias.

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