Te mueves como un depredador, esperando casar alguna presa inocente. Y crees que yo, por mi dulzura, respiro esa inocencia que buscas.
Es tu sorpresa mayúscula cuando ves que te equivocas, que hay un ser indómito dentro de mí. Y deberías saber de sobra que cada uno tiene dentro de sí un animal aún que se deja llevar por sus instintos.
Como tú, que te dejas llevar por los tuyos y te dejas arrastrar a lo profundo de estas aguas turbulentas, sacando el animal dentro de ti en algo tan sencillo como abrir la boca y suspirar fuerte, y quizá también en un gemido gutural que nace en tus cálidas entrañas.
Piensas que en mi juventud, esta mujer no sabe aún mucho de la vida -tal vez sea cierto-, y te invade un miedo atroz a hacer algo para lo que no estás preparado. Pero lo estás si yo lo estoy -ya ves qué puede hacer esta niña de ti-, así que te lanzas al vacío dispuesto a zambullirte en la claridad del azul.
Así, en tus sábanas, te encuentras contigo mismo pensando en espirales de humo y piernas infinitas, llevado por la exponencial a postrarte ante la fantasía que cobra vida ante tus ojos. Y te mueves tranquilo al principio, un ligero vaivén provocador que se acelera y desacelera a ratos, hasta no poder detenerte en el eclipse del amanecer, siendo gato y tigre a la altura de mis caderas -o lo que crees que es eso que visualizas-, recorriendo cada centímetro de la extensión de mis huesos y deteniéndote en las zonas más delicadas para que Eros descubra otro nuevo sacrificio.
Y vuelves a pensar, esta vez sintiendo que te falta aire, que la vida se te va en un suspiro; y en ese último suspiro evocas mi cuerpo como un esculpido de mármol, separando mis labios prolongadamente y desafiando tu esencia, brillando como un sol negro o un par de ellos, haciéndote flotar y caer en un tiempo donde el positivismo invade tu mente.
Más. Sólo más. Necesitas más. Más. Más. Más.
Es tu sorpresa mayúscula cuando ves que te equivocas, que hay un ser indómito dentro de mí. Y deberías saber de sobra que cada uno tiene dentro de sí un animal aún que se deja llevar por sus instintos.
Como tú, que te dejas llevar por los tuyos y te dejas arrastrar a lo profundo de estas aguas turbulentas, sacando el animal dentro de ti en algo tan sencillo como abrir la boca y suspirar fuerte, y quizá también en un gemido gutural que nace en tus cálidas entrañas.
Piensas que en mi juventud, esta mujer no sabe aún mucho de la vida -tal vez sea cierto-, y te invade un miedo atroz a hacer algo para lo que no estás preparado. Pero lo estás si yo lo estoy -ya ves qué puede hacer esta niña de ti-, así que te lanzas al vacío dispuesto a zambullirte en la claridad del azul.
Así, en tus sábanas, te encuentras contigo mismo pensando en espirales de humo y piernas infinitas, llevado por la exponencial a postrarte ante la fantasía que cobra vida ante tus ojos. Y te mueves tranquilo al principio, un ligero vaivén provocador que se acelera y desacelera a ratos, hasta no poder detenerte en el eclipse del amanecer, siendo gato y tigre a la altura de mis caderas -o lo que crees que es eso que visualizas-, recorriendo cada centímetro de la extensión de mis huesos y deteniéndote en las zonas más delicadas para que Eros descubra otro nuevo sacrificio.
Y vuelves a pensar, esta vez sintiendo que te falta aire, que la vida se te va en un suspiro; y en ese último suspiro evocas mi cuerpo como un esculpido de mármol, separando mis labios prolongadamente y desafiando tu esencia, brillando como un sol negro o un par de ellos, haciéndote flotar y caer en un tiempo donde el positivismo invade tu mente.
Más. Sólo más. Necesitas más. Más. Más. Más.