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domingo, 31 de agosto de 2014

Pausas entre latidos.

No es bueno verse a uno mismo en los demás. No es bueno saber lo que los demás piensan de ti. Duele, y duele aún más si esas personas te importan. Duele que te miren con asco, más aún duele que te miren con decepción. Fallar a las personas que amas es lo más desgarrador en el alma.
Solemos hacer cosas sin pensar, de las cuales luego nos solemos arrepentir. Nos vemos obligados a coger el guante cuando nos golpean con él, estúpidos que somos... Entramos al trapo, y en medio de la disputa, nos despertamos como si de un sueño se tratase, y nos preguntamos: ¿Qué hacemos aquí? Somos seres más inteligentes que esto, ¿cómo hemos acabado accediendo a un instinto primario?
Nos decepcionamos a nosotros mismos, a las personas que queremos y a las personas que esperan algo de nosotros. Les fallamos, una y otra vez. Hacemos cosas, de las cuales no nos damos cuenta en su totalidad, y cuando ocurren, ya es demasiado tarde. Piensan que somos inteligentes, y lo somos; pero luego tenemos unas cosas de tontos e inocentes, como si hubiésemos nacido ayer...
No sabemos actuar de otra forma, y eso nos tiene bien jodidos. Nos decimos a nosotros mismos que tenemos la libertad de elección, que sólo nosotros decidimos qué hacer, que nadie puede forzarnos. Así, cuando llegamos, por ejemplo, a las rutas A y B, siempre elegimos la equivocada. La segunda vez que volvemos, nos recordamos que es la equivocada, pero es como si al vernos frente al camino, se nos olvidasen todos nuestros principios y cuál es la decisión correcta.
Entonces volvemos a fallar, entrando en una espiral  muy turbia, de la que acabamos saliendo a rastras, para meternos en otra parecida. Y, joder, queremos dejar a un lado los viajes espaciales. Queremos ir por un camino sin complicaciones. Pero ya nadie quiere ser nuestro guía, siempre acabamos perdidos, y como locos, nos encuentran en las mismas de siempre. Están ya cansados de siempre la misma historia, y es normal, les comprendo perfectamente. De aquí sólo podemos salir solos, no queda otra.
Tenemos que morir, para poder renacer. Tenemos que limpiar el interior de una vez por todas. Debemos cambiar la perspectiva, y el camino a seguir. Si debemos ser fríos, si debemos volvernos misántropos, deberíamos sacrificarnos así para hallar la paz. Todo sea por cambiar a mejor, por dejar de ser todo lo que siempre nos dijimos que jamás seríamos. Es el momento, y debemos empezar a tener presente los nuevos valores. No pensarlos y decirnos que ya los haremos mañana; sino verlos, creerlos, confiar en ellos y entregarnos a la causa.

lunes, 25 de agosto de 2014

El tiempo no perdona.

Y entonces, llega el día de después. El día en el que te tienes que mirar al espejo, sin vomitar ante tu propio reflejo. Mirarte con los ojos abiertos, la mente alerta y el alma preparada. Y no llorar. No sentir lástima por ese despojo de la sociedad, que se ahoga en estupefacientes y barbitúricos. Porque así lo has querido. Has querido convertirte en un ser que daña a los demás, y no se compadece de ellos, nunca. Nunca te compadeces de ellos, sólo de ti mismo: del dolor que sólo sabes causar, de la tristeza que te asfixia las venas, del aura insalvable que te rodea.
En verdad, jamás quisiste convertirte en eso. Siempre juraste que nunca te alcanzaría la oscuridad. ¿Pero dónde vas ahora? Mírate, con total visión de ti mismo, y juzga si eres un modelo a seguir. Dices que quieres cambiar, que quieres alcanzar la luz, que quieres ser una bella persona. Te lo propones, sin cambios. ¿Seguro que quieres cambiar?¿Que no estás cómodo en tu trono de espino? Si de verdad quisieses cambiar, ya lo habrías hecho. ¿Dónde vas, bala perdida?¿Tienen algún valor tus promesas?
Te acuestas por las noches con monstruos, temidos por los que habitan debajo de tu cama. Luego, hasta la saciedad, mantienes sexo sin cariño alguno, con aquellos que yacen con pupilas dilatas bajo tu cuerpo. Y te despiertas cada mañana, con esa sensación de vacío de afecto real y sincero. Porque ya no tienes alma. La perdiste hace tiempo, en alguna cama donde te desengañaste de que existe el amor.
Dejas la voluntad de ser alguien mejor a la puerta de cada habitación, apoyada en el exterior, para que no te moleste. Encima del colchón, sólo vas revestido de piel, teñido de lujuria, falto de compasión. Y te abandonas a la sobriedad de la oscura primavera, olvidando quién eres, quién fuiste una vez.
Por añadidura, jamás frenas ante nada, incluso si llegan las lágrimas. Aunque surquen tu rostro, sonreirás con esos dientes afilados, y les dirás a todos que estás bien, demostrando lo fuerte que puedes llegar a ser.
Porque te has convertido en un monstruo sin corazón, y ya nadie consigue salvarte.
Hay días aún peores, días en los que ves al mismo ser del espejo, y sonríes con maldad y satisfacción, recordando todo el daño que hiciste a quien, en el fondo, sabes que no se lo merece.
Cuando todo se quiebra a tus pies, se produce en ti la tristeza loca que te hace reír. Cicatrizan las heridas de los puñales que te clavaron, al igual que cicatrizan las costuras abiertas, donde tenías las alas. Se pausan los desbocados latidos, vuelves a desengañarte fríamente con la cruda realidad.
Las decepciones, una tras otra, vuelven a tu cabeza; y recordando que más de una vez estuviste jodido, te embarga la felicidad al comprobar que, esta vez, no te ha tocado a ti perder. Esta vez eres tú quien abre nuevas heridas, o que se creían cerradas; y se relame al comprobar que, sangre de color rojo escarlata, sale a borbotones del acertado objetivo, inundando todo con olor a nunca planeada derrota.
Bien sabes que la felicidad no es para siempre, que volverás a caer; pero mientras haya algo a lo que aferrarse, que consiga extorsionarte una sonrisa, vas a seguir por ese camino, aunque sea el más cruel y enrevesado. Si implica mostrar tu verdadero interior: árido, retorcido, devastado, tenebroso, monstruoso; lo harás igual. Por aquellos que te importan, por si quieren alejarse, asustados de lo que eres; no eres quién para retenerlos a tu lado, y puedes caminar en soledad.

martes, 19 de agosto de 2014

Cruz de azabache.

Es un alma perdida. Va a la deriva. Siempre fluctuando entre ánimas de vivos y de muertos, de muertos en vida y de vivos moribundos. Intentando arrancar sonrisas a todos aquellos que se han olvidado del calor que brinda curvar los labios hacia arriba. Pretendiendo animar con palabras suaves y llenas de afecto a esas personas con los ánimos por los suelos. Queriendo hacerles llegar todo el cariño que es capaz de entregar a estos espíritus desamparados en medio de la calle Soledad.
La conocí hace ya un tiempo. Diría si hace mucho o hace poco, pero el tiempo es muy relativo, pues depende del juicio de cada uno; lo que para mí puede ser bastante, para otros puede ser muy basto. Así que la conocí hace ya tiempo. Iba solo, vagando en medio de las calles, descansando en lugares donde me aceptasen. No estaba solo por falta de compañía, pues siempre tenía(y tengo) cuerpos a mi alrededor que dicen ser mis amigos. No hablo de soledad física, sino espiritual. No tenía a nadie que me comprendiese, que fuese sincero en sus palabras, y leal a sus creencias y pensamientos. Estaba solo, pensando tranquilamente en mis cosas, cuando irrumpió en mi vida como un huracán.
No sé cómo, ni cuándo, ni dónde, exactamente, me la crucé en mi trayecto. Sé que lo hice, que de repente me encontraba mirando a una joven esbelta y cuidada; bonita, como cuando uno ve un amanecer, en silencio sepulcral. No puedo explicar lo que sentí en esos instantes, pues me encontraba paralizado y extasiado, sin saber muy bien cual era la causa de ello. Instintivamente, la sonreí: me hacía feliz el hecho de que estuviese allí; y ella correspondió a mi sonrisa, con ojos alegres pero a la vez vacíos. Creo que en ese momento perdí aún más la cabeza. ¿Qué tenía que hacer alguien como yo para hablar con alguien como ella? Yo me encontraba frente suyo, sintiendo supongo que lo mismo que siente alguien cuando observa a un ángel caído. Porque yo la veía así, como un ángel caído, como si toda la dulzura y la tristeza del mundo estuviesen atrapadas en ese ser con cuerpo de fémina. Y aún no tengo claro de dónde saqué el valor para hablarle, en medio de las opciones de que hubiese respuesta o de que me ignorase. Fortuna se dijo que esta vez me concedería salirme con la mía, y en medio del suspense que se había formado en mi cabeza, mientras pensaba cómo retirarme lo más digno posible, surgió su respuesta clandestina, melosa y sugerente de querer entablar conversación. Y entonces ya no fue un huracán tormentoso, fue una agradable brisa marina con indicios de sotavento.
Mantuve una larga conversación con ella; al principio superficial, con temas casuales, bromas y gestos cariñosos; más tarde profunda, en la cual reinaba la seriedad en las palabras, como si lo que dijésemos fuera realmente importante. Pero en ningún momento dejó de sonreír, como queriendo quitar hierro a cualquier escabroso asunto, como intentando decirme que siempre estaría ahí para mí si la necesitaba, como transmitiendo la misma sensación que sentiría alguien al conseguir una ducha helada en el infierno.
Y no sé que pasó, sentí que me había flechado Cupido, un tipo borracho sin el permiso legal de armas. No quería eso, porque esa chica no me correspondía, no podía quererme; pero había sido herido y ya sólo podía curarme. Así que me impuse conquistarla, todo el tiempo que hiciese falta, hasta que ella me amase como yo la amaba. Me había cansado de sufrir, y sólo podía ver a un reencarnado Lucifer, el ángel caído, antes de llegar al infierno y coronarse como Satán. Su sonrisa alentaba, a que fuese para mí, la estrella guía del viajero sin rosa de los vientos; y tan perdido como estaba, quería una brújula especial para dejar de caminar a oscuras, de una vez por todas, por calles heladas hasta el amanecer.
Tal vez me impacienté, o cicatrizó tan rápido aquella herida, que pronto me vi libre de males y dejé que el cariño desbocado se esfumase de mi ser, que aquel divino espectro se ocultase, a medio camino entre su inicio y mi final, en las sombras que me rodean. Nunca sabré si llegué a conquistarla, si el sufrimiento que devoraba sus pupilas se debía por mi causa. Supongo que todo salió como jamás había sido planeado, porque nunca supe enamorarme de su tristeza infinita. Intenté quererla, dar lo mejor de mí. Pero no podía, estaba confundido, equivocado. Creía haber encontrado a aquella persona que, aunque no supiese su nombre ni la conociese, iba a salvarme.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Carrusel.

Cuando le veía, siempre tenía en los ojos relucientes diamantes, las mejillas encendidas y en la boca una sonrisa llena de afecto. Las manos abiertas, francas, esperando asir en un abrazo a su amante; y el pelo revuelto por el frío sofocante que le recorría la espina dorsal. La piel rebosante de júbilo, por poder frotarse contra su jersey de lana en los meses de invierno; y los huesos con sabor a sal, al sumergirse en el mar de sus pupilas, cuando subía la temperatura. El cuerpo marchito después de deshacerse de la ropa con ansia y copular; y el alma vacía en vez de plena, con un hueco lleno de ausencia de algo que no sabían conseguir.
Se detenía el tiempo, cayendo sobre ellos como un torrente de granos de arena, inundando el aire de revoloteos de insectos y aroma de hojarasca reseca. El viento aullaba en sus oídos cuando en medio de la tempestad, salían a navegar, sin temor a la tormenta. La tierra se afirmaba bajo sus pies cuando paseaban entre la densa alameda; luego, resquebrajándose tras las huellas que dejaban en el barro. El fuego interior se avivaba entre telas, e incendiaba las piras donde se sostenían el uno al otro. El cielo se tornaba, cubierto de esponjosas nubes, infinito; incitándoles a soñar, en acariciarlo con la punta de los dedos desde donde estaban.A veces, se querían; a ratos, se odiaban; a susurros, se decían te quiero; a voces, se insultaban; a latidos fuertes, se examinaban intentando comprender; a miradas gélidas, se tiraban los trastos a la cabeza. Pero no era suficiente, nunca era suficiente. Nunca antes lo había sido, nunca más lo sería. La conexión iba muriendo lentamente; se partía en cada fallo, cada imprecisión, cada detalle, cada aproximación. Vivían en un esfuerzo relativo, en un intento engañoso, en un mañana que no llegaba. Se jugaban escapar de aquel pufo, al todo o nada, y varias veces se jugaron la vida.Fueron tensando la cuerda poco a poco: unas veces más, unas veces menos; unas soltaban, otras hacían nudo; otras recogían, otras cortaban. Fueron tensándola hasta que quedaron casi unidos, mientras hacían equilibrio en la cuerda floja a 300 pies del suelo. Justo al ver donde se encontraban, dejando sus miedos y diferencias atrás, se aferraron las manos llenos de terror mientras que su único puente de esperanza y salvación, débil como estaba, se rompió precipitándoles inevitablemente directos a su futuro.Sus cuentos no hablaban de historias hechas de causalidad, y la suya había sido así: un imprevisto, un de repente que les había cogido por sorpresa y arrastrado como un huracán, un ahora o nunca que se terminó cruelmente, dejando escombros en el interior de devastados corazones y soledad en la habitación cerrada donde bailaban, esa que ahora les provoca claustrofobia. Uno de ellos quedó peor parado que el otro, como sucede en todos los casos; fue la desdichada víctima del engaño cruel en el que habían querido creer, hasta que el otro se dijo que eso no era real, que ya no más, y le abandonó a su suerte en el borde del abismo: dolorido, extenuado, acabado, descosido, gris, indeleble, roto, agonizante, desesperado, insalvable.Y entonces, la víctima, quiso crecer y aprendió. Aprendió que los errores son irreparables, que no existe un botón de rebobinar, que nunca se debe confiar del todo en alguien a quien apenas conoces, que no puedes esperar que te den todo por hacerlo tú. Aprendió y creció, siempre irrecuperable, siempre mortificado. Nada o nadie le salvaba; ni lo conseguiría mientras se siguiese culpando del cariz que habían tomado las situaciones. No conseguían hacerle ver que no había tenido la culpa, que era sólo una pieza del juego. Se odiaba a sí mismo, y aún más a esa reacción química en el cerebro, con bullicio de feniletilamina, que nunca se dignó a aparecer realmente.Desearía no haberle conocido, no haberle sonreído y comenzar a hablarle, no haberle dejado traspasar sus barreras, no haberle dado esperanzas de algo que nunca creyó que pudiera pasarle en su vida. Y sin embargo lo hizo, cuando apareció de repente a su lado, como un vendaval de energía satisfactoria. Dejó que lo hiciera como si fuese un ser pequeño e inocente que no ve maldad alguna. Y traspasó los límites de su ser. Se rió en su cara, delante de todos, y no hizo nada por evitarlo.Pero su opuesto sabía que no le guardaba rencor alguno, porque no puede hacerlo. Porque está a rebosar de bondad; es demasiado amable para odiarle. Porque aunque se aneguen sus ojos de lágrimas, jamás le culparía de ello. Porque nunca le importó la distancia. Porque le había elegido en su momento, y sabía que con sólo eso le haría olvidar la peor parte. Porque en el fondo sabe que aún le quiere.

martes, 5 de agosto de 2014

Arde el cielo.

El cielo sin estrellas, encapotado de nubes plomizas, cubre la ciudad esta noche cerrada. Los transeúntes que vagan en medio de la ciudad, queriendo sentirse vivos, entre delirios de alcohol y drogas, piensan que todo lo que pueden hacer es escalar, que las cosas sólo pueden ir a mejor, que esta noche es su noche y no otra más, que el mañana les depara un futuro mejor. Pobres ilusos de corazones destrozados por el dolor y la miseria, que buscan en el fondo de un vaso y de su condenada alma, frente a la barra de un local, un atisbo de esperanza. Se dejan la voz y la vergüenza mientras cantan en un repugnante karaoke, después de dejarse el dinero en posibles narcóticos, con cuyos restos se despertarán en la inmundicia del día después. El orgullo y la dignidad ya se los dejaron hace mucho tiempo, abandonados por despecho; ahora estarán pisoteados y mojados en la puerta de un bar, sirviendo de felpudo a sus sucesores.
En ese infierno sin sangre que se viste de ciudad, todo sueño o esperanza es incinerado, especialmente en los antros que frecuenta la peor calaña de la sociedad. Entre esos detestables lugares, donde los seres malignos que dicen que pueblan la tierra tendrían su reinado, se encuentra un deteriorado edificio de dos plantas, adornado con algunas florituras que están talladas en la piedra de sus paredes. Se recorta sombrío contra una lúgubre calle, asestada de luces de neón, provenientes de los más desvencijados inmuebles que alguien se pueda encontrar. La pintura desconchada en los marcos de puertas y ventanas resiste a terminar de descolorarse, mientras la mugre se arremolina en torno a los calcados pliegues y unos musgos, productos del descuido y la humedad, asolan una derruida fachada, antaño hermosa por lo que aún dejan entrever sus restos. La planta inferior está enteramente iluminada por lámparas que cuelgan austeras de techo y paredes, además de invadida por una melodía que es armoniosamente interpretada por un viejo piano de cola, música la cual recuerda a lo que imaginamos que debería escucharse en los salones del viejo y salvaje oeste. La planta superior se encuentra iluminada en algunas zonas, pero apenas emite luz, pues esta se esconde detrás de corridos visillos y entreabiertas persianas. Detrás de la luminiscencia, si las almas perdidas y distantes prestasen atención, escucharían ruidos quedos, golpes secos y gritos desgarrados, y aquejados del ruido para dormitar gustosamente, tendrían que esperar a que la mañana fuese herida para que el silencio empezase a teñir esa construcción.
Y es ahora, por las venas de la noche, donde enfrente de dicha edificación se nos presenta un joven con rasgos fuertemente marcados, dejando claro que hace mucho que pasó por él una incipiente juventud, deseosa de hacer estragos. Camina sin rumbo fijo, algo perdido tras haber decidido colocarse con lo más fuerte que un camello le había asegurado que tenía. No es un suicida, es un pobre diablo al que la suerte no le sonríe. Intenta recuperar una felicidad que le ha sido negada, en tugurios que apestan a humo y alcohol, mientras la luz tras los ojos se muere y se parte. Sin saber muy bien cómo, puesto que se ha adelantado a sus previsiones, ha acabado en los establecimientos del centro de la ciudad, donde el tiempo se desdibuja, la sangre se mezcla con sustancias inflamables y los caballeros pierden las formas. Sus ojos azules tienen la mirada perdida; sus finos labios mantienen una mueca que le hace parecer enfadado; su cabello negro y lacio, estrictamente engominado de forma que se mantenga un perfecto tupé, se aja con el roce de sus manos, que no dejan de peinarlo; su piel blanquecina se ve más espectral que de costumbre; su cuerpo entalla a la perfección dentro de unos Levi's oscuros, una camiseta blanca con cuello de pico y una camisa a cuadros, azules y blancos. Desgarbado, sin que nada parezca que le interese a su alrededor, busca compañía femenina otro día más, mujeres que han olvidado el sabor de unos labios sinceros cuando se muestra, en un sólo beso, todo el amor contenido; que han perdido el respeto por sí mismas y la fe en la humanidad, que vacían el cuerpo manteniendo sexo esporádico una noche; queriendo no recordar al individuo, la situación ni la tristeza al día siguiente, queriendo poder ver la vida de color rosa, y no del color que es, el cual no es otro que gris.
Sentada en la pequeña escalinata que da a la puerta de la construcción antes citada, una joven le observa, entre cautelosa y airada. Anonadado, él le devuelve la mirada, puesto que no la esperaba. No entiende cómo alguien tan bella puede encontrarse por esos andurriales. Tiene unos ojos almendrados de color avellana, con unas pestañas negras y rizadas. Sobre ellos, unas finas cejas oscuras se arquean en el punto justo para darle un aire de insolencia y provocación. El tabique nasal es recto y de ancho justo, con las aletas de las narinas ligeramente abultadas. Junto a sus labios, finos y carnosos, mezcla entre rojizo y rosado, tiene lugar un pequeño lunar que le da ligera gracia a su boca. Una cascada oscura de rizos, tal vez castaña, tal vez negra, le cae sobre los hombros hasta la parte baja del esternón. Las mejillas sonrosadas sobre su piel, de color hueso, destacan notablemente. Su rostro ovalado, anguloso en la zona de la mandíbula, termina en un mentón estrecho y afilado, el cual sostiene sobre sus manos cerradas en un único puño. Con los codos hincados sobre las rodillas, su cuerpo parece pequeño, frágil y menudo. La muchacha, al contemplar que el centro de su visión fija sus ojos en ella, sonríe con una sonrisa de dientes perfectos y blanquecinos mientras se alza, haciendo ver su larga y delgada figura proporcionada. Luce un entallado corsé azul oscuro de terciopelo con ramificaciones negras de encaje, unos ajustados pantalones negros de polipiel y unos bonitos Stiletto negros de altas plataformas. Mordiéndose delicadamente el labio inferior, se acerca con soltura mientras los rizos saltan y bailan sobre su busto, y al llegar junto al chico aferra una de sus manos y tira de él hacia ella, provocando la proximidad de los cuerpos, la mezcla de delicadas fragancias que cubren sus cuellos, el oscurecimiento y ampliación repentina de sus pupilas. Sin mediar palabra, se adentran en el viejo y desvaído edificio, y dejando la abarrotada sala del piano, ascienden por unas escaleras, hasta llegar a una puerta desgastada de caoba. Un ligero forcejeo es suficiente para abrir el paso a la estancia en penumbra.
Con destreza, el joven aferra la estrecha muñeca de su acompañante y consigue que de una perfecta vuelta sobre sí misma, como si bailase al son de una melodía que sólo ellos pudiesen percibir, tal vez los latidos desenfrenados de los corazones rotos. Delicadamente, con la otra mano aferra su cuello por la nuca y tira de él hacia atrás, dejando claramente visibles unas yugulares y subclavias azuladas. Parsimoniosamente, su boca se aproxima, dispuesta a acariciar y morder, besar y paladear, la fina piel que parece estar dibujada a grafito. Recorre voraz la enhiesta cerviz que se intenta ocultar entre las insondables nubes de su pelo, mientras las ávidas falanges ya empiezan a desatar el nudo que oprime el busto casi cincelado. Ella no dice nada, está como absorta, aunque sus ojos recorran el espacio acusadores y su mente calcule el tiempo con precisión. Grácil y ligera, se deja hacer mientras el susodicho la va despojando de la ropa cuidadosamente, y a su vez desviste el cuerpo amortajado de su opuesto, hasta que sólo quedan dos entramados de piel, venas y huesos.
En perfecta sincronía, se unen en un abrazo cálido y frío, letal e inmortal, verdadero e hipócrita, sediento y aplacado, enemigo mortal de los muelles. Entonces las voces se distorsionan, se funden y se alternan; las uñas conocen el tacto de la piel y el olor de la sangre; los esqueletos se resquebrajan y se reparan a golpes; los dientes se afilan y se clavan donde más sugerente es la carne; las mentes fluyen y divagan en el pasado perdido y en el futuro muerto. Y cuando sucede el tiempo detenido, se miran a los ojos, buscando más allá del sodio de las pupilas algo que les diga que no tienen por qué ceñirse al guión establecido, que les incite a revelarse contra el sistema opresor que les sacude, que habrá para ellos un hueco aparte en el mundo donde puedan ser libres. Pero nunca encuentran la luz alentadora que hay detrás de los ojos, y el tiempo vuelve a correr sin detenerse, ahogándolos en el aire embotado de oscuridad, invadiendo sus miserables vidas despreciadas, negándoles el amor que algunos dicen que aún existe. Y mientras él se marcha resuelto, queriendo no tener que despertarse jamás en un lugar así, ella se queda sentada sin inmutarse en la cama, rota y despedazada como todas la reinas de ketamina, mientras suena el portazo final que acusa todo cuanto es injusto en este mundo, tras llenarse la estancia de humo de cigarrillos y haber sido arrojado dinero contra una mesilla desvencijada.