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martes, 5 de agosto de 2014

Arde el cielo.

El cielo sin estrellas, encapotado de nubes plomizas, cubre la ciudad esta noche cerrada. Los transeúntes que vagan en medio de la ciudad, queriendo sentirse vivos, entre delirios de alcohol y drogas, piensan que todo lo que pueden hacer es escalar, que las cosas sólo pueden ir a mejor, que esta noche es su noche y no otra más, que el mañana les depara un futuro mejor. Pobres ilusos de corazones destrozados por el dolor y la miseria, que buscan en el fondo de un vaso y de su condenada alma, frente a la barra de un local, un atisbo de esperanza. Se dejan la voz y la vergüenza mientras cantan en un repugnante karaoke, después de dejarse el dinero en posibles narcóticos, con cuyos restos se despertarán en la inmundicia del día después. El orgullo y la dignidad ya se los dejaron hace mucho tiempo, abandonados por despecho; ahora estarán pisoteados y mojados en la puerta de un bar, sirviendo de felpudo a sus sucesores.
En ese infierno sin sangre que se viste de ciudad, todo sueño o esperanza es incinerado, especialmente en los antros que frecuenta la peor calaña de la sociedad. Entre esos detestables lugares, donde los seres malignos que dicen que pueblan la tierra tendrían su reinado, se encuentra un deteriorado edificio de dos plantas, adornado con algunas florituras que están talladas en la piedra de sus paredes. Se recorta sombrío contra una lúgubre calle, asestada de luces de neón, provenientes de los más desvencijados inmuebles que alguien se pueda encontrar. La pintura desconchada en los marcos de puertas y ventanas resiste a terminar de descolorarse, mientras la mugre se arremolina en torno a los calcados pliegues y unos musgos, productos del descuido y la humedad, asolan una derruida fachada, antaño hermosa por lo que aún dejan entrever sus restos. La planta inferior está enteramente iluminada por lámparas que cuelgan austeras de techo y paredes, además de invadida por una melodía que es armoniosamente interpretada por un viejo piano de cola, música la cual recuerda a lo que imaginamos que debería escucharse en los salones del viejo y salvaje oeste. La planta superior se encuentra iluminada en algunas zonas, pero apenas emite luz, pues esta se esconde detrás de corridos visillos y entreabiertas persianas. Detrás de la luminiscencia, si las almas perdidas y distantes prestasen atención, escucharían ruidos quedos, golpes secos y gritos desgarrados, y aquejados del ruido para dormitar gustosamente, tendrían que esperar a que la mañana fuese herida para que el silencio empezase a teñir esa construcción.
Y es ahora, por las venas de la noche, donde enfrente de dicha edificación se nos presenta un joven con rasgos fuertemente marcados, dejando claro que hace mucho que pasó por él una incipiente juventud, deseosa de hacer estragos. Camina sin rumbo fijo, algo perdido tras haber decidido colocarse con lo más fuerte que un camello le había asegurado que tenía. No es un suicida, es un pobre diablo al que la suerte no le sonríe. Intenta recuperar una felicidad que le ha sido negada, en tugurios que apestan a humo y alcohol, mientras la luz tras los ojos se muere y se parte. Sin saber muy bien cómo, puesto que se ha adelantado a sus previsiones, ha acabado en los establecimientos del centro de la ciudad, donde el tiempo se desdibuja, la sangre se mezcla con sustancias inflamables y los caballeros pierden las formas. Sus ojos azules tienen la mirada perdida; sus finos labios mantienen una mueca que le hace parecer enfadado; su cabello negro y lacio, estrictamente engominado de forma que se mantenga un perfecto tupé, se aja con el roce de sus manos, que no dejan de peinarlo; su piel blanquecina se ve más espectral que de costumbre; su cuerpo entalla a la perfección dentro de unos Levi's oscuros, una camiseta blanca con cuello de pico y una camisa a cuadros, azules y blancos. Desgarbado, sin que nada parezca que le interese a su alrededor, busca compañía femenina otro día más, mujeres que han olvidado el sabor de unos labios sinceros cuando se muestra, en un sólo beso, todo el amor contenido; que han perdido el respeto por sí mismas y la fe en la humanidad, que vacían el cuerpo manteniendo sexo esporádico una noche; queriendo no recordar al individuo, la situación ni la tristeza al día siguiente, queriendo poder ver la vida de color rosa, y no del color que es, el cual no es otro que gris.
Sentada en la pequeña escalinata que da a la puerta de la construcción antes citada, una joven le observa, entre cautelosa y airada. Anonadado, él le devuelve la mirada, puesto que no la esperaba. No entiende cómo alguien tan bella puede encontrarse por esos andurriales. Tiene unos ojos almendrados de color avellana, con unas pestañas negras y rizadas. Sobre ellos, unas finas cejas oscuras se arquean en el punto justo para darle un aire de insolencia y provocación. El tabique nasal es recto y de ancho justo, con las aletas de las narinas ligeramente abultadas. Junto a sus labios, finos y carnosos, mezcla entre rojizo y rosado, tiene lugar un pequeño lunar que le da ligera gracia a su boca. Una cascada oscura de rizos, tal vez castaña, tal vez negra, le cae sobre los hombros hasta la parte baja del esternón. Las mejillas sonrosadas sobre su piel, de color hueso, destacan notablemente. Su rostro ovalado, anguloso en la zona de la mandíbula, termina en un mentón estrecho y afilado, el cual sostiene sobre sus manos cerradas en un único puño. Con los codos hincados sobre las rodillas, su cuerpo parece pequeño, frágil y menudo. La muchacha, al contemplar que el centro de su visión fija sus ojos en ella, sonríe con una sonrisa de dientes perfectos y blanquecinos mientras se alza, haciendo ver su larga y delgada figura proporcionada. Luce un entallado corsé azul oscuro de terciopelo con ramificaciones negras de encaje, unos ajustados pantalones negros de polipiel y unos bonitos Stiletto negros de altas plataformas. Mordiéndose delicadamente el labio inferior, se acerca con soltura mientras los rizos saltan y bailan sobre su busto, y al llegar junto al chico aferra una de sus manos y tira de él hacia ella, provocando la proximidad de los cuerpos, la mezcla de delicadas fragancias que cubren sus cuellos, el oscurecimiento y ampliación repentina de sus pupilas. Sin mediar palabra, se adentran en el viejo y desvaído edificio, y dejando la abarrotada sala del piano, ascienden por unas escaleras, hasta llegar a una puerta desgastada de caoba. Un ligero forcejeo es suficiente para abrir el paso a la estancia en penumbra.
Con destreza, el joven aferra la estrecha muñeca de su acompañante y consigue que de una perfecta vuelta sobre sí misma, como si bailase al son de una melodía que sólo ellos pudiesen percibir, tal vez los latidos desenfrenados de los corazones rotos. Delicadamente, con la otra mano aferra su cuello por la nuca y tira de él hacia atrás, dejando claramente visibles unas yugulares y subclavias azuladas. Parsimoniosamente, su boca se aproxima, dispuesta a acariciar y morder, besar y paladear, la fina piel que parece estar dibujada a grafito. Recorre voraz la enhiesta cerviz que se intenta ocultar entre las insondables nubes de su pelo, mientras las ávidas falanges ya empiezan a desatar el nudo que oprime el busto casi cincelado. Ella no dice nada, está como absorta, aunque sus ojos recorran el espacio acusadores y su mente calcule el tiempo con precisión. Grácil y ligera, se deja hacer mientras el susodicho la va despojando de la ropa cuidadosamente, y a su vez desviste el cuerpo amortajado de su opuesto, hasta que sólo quedan dos entramados de piel, venas y huesos.
En perfecta sincronía, se unen en un abrazo cálido y frío, letal e inmortal, verdadero e hipócrita, sediento y aplacado, enemigo mortal de los muelles. Entonces las voces se distorsionan, se funden y se alternan; las uñas conocen el tacto de la piel y el olor de la sangre; los esqueletos se resquebrajan y se reparan a golpes; los dientes se afilan y se clavan donde más sugerente es la carne; las mentes fluyen y divagan en el pasado perdido y en el futuro muerto. Y cuando sucede el tiempo detenido, se miran a los ojos, buscando más allá del sodio de las pupilas algo que les diga que no tienen por qué ceñirse al guión establecido, que les incite a revelarse contra el sistema opresor que les sacude, que habrá para ellos un hueco aparte en el mundo donde puedan ser libres. Pero nunca encuentran la luz alentadora que hay detrás de los ojos, y el tiempo vuelve a correr sin detenerse, ahogándolos en el aire embotado de oscuridad, invadiendo sus miserables vidas despreciadas, negándoles el amor que algunos dicen que aún existe. Y mientras él se marcha resuelto, queriendo no tener que despertarse jamás en un lugar así, ella se queda sentada sin inmutarse en la cama, rota y despedazada como todas la reinas de ketamina, mientras suena el portazo final que acusa todo cuanto es injusto en este mundo, tras llenarse la estancia de humo de cigarrillos y haber sido arrojado dinero contra una mesilla desvencijada.

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