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jueves, 17 de julio de 2014

Estallidos a destiempo.

Entonces la vi, apostada sobre el muro. Emanaba la seguridad de una chica que, confiada en la frágil existencia, deja que la vida transcurra, limitándose a ser partícipe sin intervención.
Su silueta, delgada y curvilínea, se recortaba frente al mar que ese día, embravecido, arremetía con furia contra el faro del rompeolas. El nordeste soplaba violentamente, haciendo que su pelo rojo fuego se esparciese en todas direcciones y se volviese a juntar, como una llama agitada reciamente por un soplo de viento, dispuesto a acabar con la fuente de luz y calor. Las nubes grises y negras provenientes del océano se aproximaban velozmente hacia la costa, augurando una incesante tormenta invernal.
Sus ropajes eran de colores fríos. Lo cierto es que no contrastaban en ese día sombrío; sin embargo, había algo en ellos que los hacía destacar. Era como si esa explosión de sombras procediese del devastado ser, como si la oscuridad surgiese del árido interior de la joven.
Se encontraba sola; no había nadie más en el paseo marítimo salvo nosotros dos. La soledad y furia latentes no me presagiaban nada bueno: sabía que la tempestad estaba a punto de estallar, pero no era lo único que me inquietaba. ¿Qué hacía esa muchacha ahí apoyada, sobre el muro de granito?¿Por qué tanta soledad?¿Cuánto dolor podría existir en torno a ella? No cesaba de hacerme preguntas; no le encontraba a aquello sentido alguno. Tan sólo estaba acompañada por su soledad, y no podía hacerme a la idea de que fuese cierto: siempre había creído que las personas como ella, con tanta vitalidad y seguridad en sí mismas, atraían en masa a los transeúntes desalmados que osaban cruzarse en su camino.
A mis pies, el suelo comenzaba a helarse y volverse resbaladizo, mientras que los nubarrones ya se cernían sobre el muelle, dispuestos a vaciar su contenido durante horas. Sin previo aviso, comenzaron a escaparse de esos espectros de algodón sucio relámpagos violáceos, cargados de... ¡Quién sabe cuantos miles de voltios contendrían! Jamás había visto antes unos rayos tan aterradores. La imagen me provocó temer por los dos, por mí y por la jovencita que, en esos instantes, se mostraba impasible al clima, sabiendo que si una de esas letales lenguas nos alcanzaba, no habría más latidos, ya fuesen lentos, rápidos o desbocados.
El céfiro, cada vez más violento, cada vez más álgido, dejaba de tener para mí el nombre de nordeste, mientras me recordaba más a una fría corriente del infierno. Entre los barcos, que se mecían más de lo normal, se formaban foscos remolinos: las cadenas de las que pendían las pesadas anclas y los cabos con los que se amarraban los navíos amenazaban con soltarse y dejar navegar la flota, que parecía dispuesta a desgarrar las velas y romper los casquetes, los timones y los mástiles contra los acantilados por conseguir algo de libertad. Las antenas ya comenzaban a pronosticar que las isobaras habían descendido sorpresivamente, mientras que en plena tempestad se formaba un vendaval perteneciente a un lóbrego huracán.
De repente, en aquel tártaro invernal, la joven con el cabello del color de los rubíes se giró de espaldas a la encolerizada perspectiva. Y me vio. Y la vi. Y los vi. Sus ojos: grises y limpios, pizarras tormentosas que reflejaban la desolación que se cernía encima. Y sus labios: rosados y carnosos, belfos provocadores, ligeramente abiertos mientras inspiraban entre dientes el aire glacial. Su rostro, enrojecido a causa del frío, era mortalmente bello a mi vista; y su cuerpo, estrecho a la vez que voluptuoso en los puntos exactos donde la juventud comienza a definirse y termina por extinguirse, sofocantemente arrebatador para mi consciente. Era para mí, no igual o menos digna que otras mujeres de ser la musa en un cuadro de Van Gogh, un tango de Gardel, una escultura de Miguel Ángel o un invento de Da Vinci.
Desde el mismo momento en que la vi, creí enamorarme y, desde luego, podía constatar con razones convincentes ese hecho. La quise, y me arrepentí de ello, pues sabía que nunca sería mía, que jamás podría tenerla, que volábamos a diferentes alturas y que vivíamos diferentes realidades. Me había condenado, por mi propia cuenta, a vivir atormentado. Dando un traspiés, me acerqué con torpeza a ella, justo en el condenado minuto en que comenzaba a llover. Quería asirla desesperadamente; me encontraba eclipsado y temía que se desdibujase con el agua. La lluvia arreciaba cada vez más a cada paso y esperaba, temeroso, que de un momento a otro aquella chiquilla comenzase a correr bajo el aguacero y se perdiese de mi vista, tal vez para siempre.
Cuán enorme fue mi sorpresa al contemplar que se daba de nuevo la vuelta para contemplar aquel horizonte de pesadilla, en lugar de ir a resguardarse del temporal bajo las cornisas de los tejados. Cuán pletórico y aterrado me hallé cuando, al detenerme a su lado y mirarla fijamente a los ojos, me observó con violenta calma detrás de sus largas y rizadas pestañas. Cuán grandiosa fue mi felicidad al escuchar salir de su boca, con una voz asombrosamente cálida y dulce: -Que se caiga el cielo, pero quédate.-

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