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martes, 20 de mayo de 2014

Forma material.

Odio tener que decirte lo que te voy a decir. A medida que leas esto pasará el tiempo y se irá acercando la hora en que nos despidamos. Eso es, nos tenemos que despedir. Y no te he saludado, mira tú.
Bueno, un momento, ¿nos tenemos que despedir? Ni siquiera he iniciado nada. Tú estás aquí por casualidad o curiosidad, y yo ya no estoy ahí donde crees verme.
En cualquier caso, lo que te quería contar, a mí misma también, es una cosa que no estoy segura de si sólo me pasa a mí porque estoy loca, o a todos y resulta que no soy la única que está mal de la cabeza.
Nunca me han gustado los finales, de ningún tipo.
Ni los felices, ni los trágicos, ni los obsoletos, ni los infames.
No me gustan. No me gusta la idea de que todo se acabe.
Cuando te cuentan un cuento, tiene un final, que limita muchos sucesos que podrían darse. Hasta "Las mil y una noches" tuvo su final.
A mí me gusta que las cosas sigan, que continúen, que no acaben con un "Fin". Los finales, por mucho que los maquillen, son tristes.
Nunca me han gustado los finales, es por eso que tampoco los principios.
Los orígenes tienen la culpa de todo, ya que, indistintamente, traen consigo un final que es imposible aplacar, hacer que nunca llegue.
Al igual que un ser humano nace y muere, porque tiene un empiece y un final designados, la vida (en sí misma, como unidad indivisible) ha empezado, y tocará a su fin.
Claro que, no sabemos cuando llegará ese momento, tampoco cómo será, y eso nos asusta. Los finales, sean como sean, nos desagradan.
Nunca me han gustado los finales, ni el "ahora", que aunque me fascina, no acaba de atraerme.
Donde existe un final, con su comienzo, existe un "durante". Ese "mientras tanto" me causa fascinación, me hace entregarme a él por entera, si he de elegir una parte donde quedarme atrapada.
Esa parte es el transcurso. Va ligada al inicio y al final, es quien da la menor impresión de que el tiempo sucede y se pasa. Es la parte que más se vive, la que yo más vivo intensamente.
Lo hago así, de esa forma, porque ya tengo un inicio y no sé cuando tocará mi fin; sólo puedo, sé y adoro, de esta forma, vivir, existir. Pero, tened en cuenta que, la forma en que ello funciona, no es diferente al resto.
Nunca me han gustado los finales, el modo en que dejan a uno o al tiempo trastornados.
Siempre se me han dado mal las despedidas, siempre destruyo la felicidad latente en dos minutos contados a tiempo de reloj. Me amarga la idea de que todo acabe así y me evado de la situación con burla o desprecio.
Me odio a mí misma por defenderme así del tiempo, del curso de los acontecimientos. No es bueno para nadie, ni para mí misma. Tanta aversión nos acaba por destruir.
A pesar de todo lo que pueda querer a una persona, siempre en una despedida que promete un mañana, acabo por tratar de herirle, para que, tal vez de los dos, sea yo quién menos lastimada salga.
Nunca me han gustado los finales, la sensación de vacío y las ansias de más que producen.
Al leer un libro, al ver una película, al jugar a un vídeo-juego, deseas fervientemente llegar al final, saber el desenlace de la historia, y a su vez nunca quieres llegar.
No, nunca quieres, porque sabes lo que te espera en la última palabra, la última escena o el último gráfico. Te espera un abismo colosal de silencio, que aumenta tus ganas de seguir y te ves frustrado al no poder.
Si fuera por mí, por ti, por todos, haríamos de cada acción que fuese interminable, llegar al final y, ¡sorpresa! Hay más, si quieres continuar, ¿a que no te lo esperabas? Yo tampoco.
Nunca me han gustado los finales, sólo las cosas que nunca han sido, porque algo que no ha empezado no puede tener final.
Quería confesártelo. Ya ves tú, a un extraño que ya no lo es tanto ahora que conoce una parte de mí(como son los labios parte de un rostro oculto bajo una máscara y, de imprevisto, se te muestra su color y forma). Conoces una parte por la que igual podrías reconocer al portador.
Simplemente quería confesártelo, aunque yo no exista en tu tiempo, ni tú en el mío.

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