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domingo, 1 de marzo de 2015

Último verso.

Jamás decía lo que le pasaba por la cabeza cuando le preguntaba.
Solía poner esa sonrisa torcida hacia un extremo de la cara y ladeaba la cabeza, como si se burlase de aquellas ansias de saber.
Luego, se le descomprimía el gesto y miraba hacia otro lado, evitando cualquier contacto visual. Cerraba los ojos, fruncía los labios, y después respiraba profundamente. Tras ese ritual para serenarse de, ¡quién sabe qué minucia que le pareciese ofensiva!, devolvía la vista al frente, acusadora y llena de odio.
Si acaso volvía a comentar algo respecto al tema, era con una reprobación que haría a uno hundirse en el sitio; aunque lo más normal era que cambiase de conversación, como si se le activara un chip para irse por las ramas que no le disgustaban.
Se enfrascaba durante horas y horas en un monólogo que abarcaba gran variedad de saberes. Y a veces, como llegaba a aburrirse consigo, podía llegar, incluso, a interaccionar con otras personas a través de estúpidas conversaciones insustanciales y quedos monosílabos.
Lo más probable, no obstante, es que diese sorbos o bocados a aquella sustancia ingerible que tuviese delante, o a la misma nada, llenando de silencio algunos varios metros cuadrados durante un período de tiempo que llegaba a hacerse interminable, y que provocaba querer arrojarse al inmenso vacío que uno llegaba a sentir por dentro.
Cuando la situación llegaba al punto en el que no sabía que más hacer para evitar conversar sin sentido, daba por finalizado el encuentro. Se levantaba súbitamente y se despedía con fingido afecto, apresurándose en alejarse del lugar lo antes posible.
Tampoco intentaba demostrar que en su interior había sentimientos positivos, los cuales podrían ensanchar el alma y hacer invulnerable a su receptor. Se limitaba a que sus ojos le traicionaran varias veces al día, y con eso era suficiente. No quería tener que comprobar cómo otro profundo agujero nacía, de nuevo, en su pecho; caro había costado que se cerrase el anterior.
Sus miradas eran gélidas y su lengua puro fuego; y esa mezcla letal conseguía provocar quemaduras de tercer grado en la base de la memoria, arrojando por la borda cualquier indicio de replicar decentemente, o intento de hacer caso omiso de ese personal beso de la muerte.
Al caminar, subsanaba el aire durante unos breves instantes por donde había pasado, arrebatando el aliento de aquellos pobres infelices que miraban, desorbitados e impotentes, su aura de poder y magnificencia, tan lejos y a la vez tan cerca.
Era difícil llegar verdaderamente hasta su lado, pero culminar su corazón era el anhelo más grandioso que se podía tener por entonces, una vez comenzaba a rondar la idea la cabeza. Persistir en el empeño era lo menos que se podía hacer por orgullo propio.
Una vez logrado ese propósito, uno podía retirarse al paraíso a descansar en paz en un sueño eterno, sin pena por abandonar este mundo tedioso y demente. Era como llegar al clímax, a la culminación de una obra maestra. Habría sido imposible no enamorarse perdidamente cada vez que le veía... De no ser por aquella cruel circunstancia.
La amó como nunca antes se había amado a sí misma. Y después, le rompió el corazón.

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