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sábado, 7 de marzo de 2015

Imborrable.

Llovía invierno, ahogándose otoño en los charcos.
Corríamos sobre los baldosines como si alguien nos persiguiese, ególatras sin paraguas y abiertos al amor. Corríamos tan rápido que imaginaba que, de un momento a otro, echaríamos a volar y conseguiríamos ver la mar desde la altura que mantenían las nubes.
Todo aquel que se atreviese a seguir nuestra trayectoria lo tendría fácil. Sólo debería seguir, como Pulgarcito las migas de pan, la estela de risas húmedas que se desteñían sobre el aire que cortábamos. ¡Cómo reíamos!... Tan jóvenes, tan despreocupados, tan desmedidos, tan sinceros... Tanto, que intentábamos silenciar la alegría y, lejos de disminuir los decibelios de tan alocados altavoces, amplificábamos en tres el sonido contagioso de la felicidad.
Allá íbamos, teniendo por bandera Libertad, en una carga contra el aburrimiento del mundo. Allá nos dirigíamos, como tormentas eléctricas de vendaval huracanado.
¡Qué pronto era y qué tarde nos parecía! Consumíamos el tiempo como cualquiera, pero lo que teníamos nunca era suficiente, al igual que todo lo que fue y no volverá. Nos era todo tan ínfimo...
Avanzábamos imparables, a contracorriente, cogiendo trenes sin cesar, incluso cuando nos sentábamos en las escaleras a esperarnos. Tomábamos toda la energía posible, de forma libre e inmutable, para luego reflejarla en aquello que nos causaba placer y admiración. Éramos detonantes que estallaban en cualquier lugar, a cualquier hora, por cualquier cosa; conscientes que de un momento a otro, ya no habría más tú, o yo, o universo.
No sabíamos, no obstante, lidiar entre nosotros de forma diferente a atropellarse y engullirse, queriendo salirnos siempre con la nuestra, demostrando superioridad y control con la victoria. Nos acercaba y alejaba ese hecho a distancias verdaderamente peligrosas, sobre todo al permitir que los más puros instintos primarios fuesen nuestro epicentro.
A veces tenía la sensación de que nos daba de más. Querernos, digo.

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