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jueves, 20 de octubre de 2016

Memento.

Tus ojos, tan divididos entre todos, eran como la naturaleza escarchada en la mañana que habíamos dejado atrás. Tu sonrisa... Ah, esa sonrisa por la que tantas veces he muerto, no se dejaba asomar a lo alto de tus comisuras. Tus manos, las mismas que desentrañaron cada uno de mis suspiros, se mantenían en cruz contra los costados de tu cuerpo. Tu voz, la que acarició mis oídos como lo hace Wagner, estaba rota pero hambrienta de ser escuchada. Tu cuerpo, que ahora me descubre que el frío del invierno es el lado vacío del otro lado de la cama, evitaba rozarse lo más mínimo contra esta piel.
Y tu risa, y tu pelo, y tus labios, y tu cuello, y tus piernas, y todo ese conjunto de materia y forma que tanto me excita, ahora están siguiendo una brújula que no marca mi posición, y puede ser que nunca la siguieran. Tú, con tus manías y rarezas, con el mar ahogándote las pupilas, con la cabeza hecha psicodelia, con el amor en las nubes... Tú, sólo contigo, me llevaste al infierno y me hiciste arder.
Que ojalá fuese de pasión, pero llegas a ser tan glacial que quemas mi piel con tu lengua de navaja y luego esquivas curarme las heridas. Tienes tanto orgullo enterrado entre la carne y el alma que preferiste verme agonizar a saborear la derrota. Me dejaste sangrando entre muros que me oprimían el pecho y permitiste dejarme caer en el fondo del abismo, aunque un deseo de salvación te cruzase la mente como un rayo verde. Preferiste verme por los suelos, arrastrándome hacia el cielo que amenaza con aplastarme, antes que darme tu mano y llevarme a las alturas. Y ahí me dejaste, con las alas cortadas para volar y el corazón demasiado cansado de latir, con la súplica en el rostro frente a tu cruel burla de desgracias. Pero no te puedo culpar porque, después de todo -que no es poco-, yo hice exactamente lo mismo contigo.

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