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jueves, 5 de mayo de 2016

Corazón.

Ayer me dio tiempo a enamorarme. No de ti, ni de mí, ni siquiera de nosotros. Me enamoré del momento. Caí en la cuenta de ello justo al pensar que no podría haber ido mejor de haber sido planeado. Aunque olvidé mantenerme alerta a universales imprevistos que suelen aparecer.
Hice un viaje astral entre las constelaciones de lunares de tu cuerpo, dejando que la gravedad fuese inmanente de mis manos y tu pecho, y comprendí que el planeta rojo no podría regalarme mejor paisaje que la naturaleza de tus iris.
Debería darte las gracias por quemar el hielo adherido a tu piel al entrar en contacto conmigo, por hacer de mí Mercurio maleable. Y sin embargo, no puedo no recordar ello como una estrella fugaz: bella, intensa, desgarradora.
Más que todo esto, debería pedirte perdón por aterrizar a 2s/años luz, porque yo tengo la costumbre de llevar vida de cosmonauta, con eso de no detenerme mucho tiempo en un lugar fijo, y quizá acelerar la partida con crack te dejó momentáneamente fuera del espacio sideral. Sin embargo, no puedo no odiar que Orión se acople a mis labios y extienda su incansable parpadeo por todo mi cuerpo.
Y aún más que todo lo anterior, debería haber congelado todo con nitrógeno líquido, porque así la luz lunar no hubiera entrado por la ventana a besarme los párpados y, entonces, yo no me hubiese quedado eclipsada al contemplar la explosión de la Vía Láctea. Y de ese modo, habría evitado que un desmedido frío polar nos sacudiese las órbitas, que un asteroide en estado líquido estallase en delicados cristales, que las ondas gravitacionales me arrastrasen al punto de no retorno y que tus pulmones se viesen mezclados con tolueno en espiral.

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