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martes, 25 de septiembre de 2012

Trisquel.

Otra vez lunes. Sigue la rutina.
No le apetece nada levantarse. Sabe que hoy será igual que otros días. Se despereza y sale de un salto de la cama. Lentamente, se dirige hacia el baño y se mira en el espejo. No tiene buena cara. Si hubiera preparado antes la exposición...
Cierra los ojos y los abre de nuevo. Ya no está en su casa; está en una playa con el sol de atardecer como telón de fondo y las olas del mar, que coronadas por penachos de espuma plateada, mueren en la orilla. Después esa risa, que es como una ducha helada en el infierno, y también ese dulce canto, llegan a sus oídos. Mira a su alrededor. No hay nadie. Sin embargo, la melodía parece provenir de todas partes.
Sacude la cabeza enérgicamente. Está de nuevo en el baño. Suspira profundamente y se da una ducha rápida. Se siente algo mejor.
Con la ropa ya puesta, se dirige hacia la cocina y se prepara café. Las paredes inmaculadamente blancas parecen realzar el silencio que se cierne sobre la casa, siendo solo interrumpido por el crepitar del café haciéndose.
Apaga el fogón y se coge lo indispensable: una taza, una cucharilla y azúcar.
Nada le viene mejor que un café caliente por la mañana, que le deja despejado para todo el día. Mira el reloj. Si no se da prisa, llegará tarde.
Aferra el abrigo y el estuche y cierra la puerta de un portazo.
El tráfico está concurrido esta mañana. A decir verdad, como siempre. Es lo que tiene vivir en la ciudad.
Camina deprisa, saltándose de vez en cuando algún que otro semáforo. Si sigue así, llegará con el tiempo justo.
El olor de los panes y pasteles recién hechos y del café caliente en los bares se abren paso e inundan la calle. Le dan ganas de comer algo pero no debe pararse, su obligación es llegar a tiempo.
A la vuelta de la esquina, a lo lejos, su destino con aire rústico se alza entre modernos edificios. Ya casi está ahí. Acelera un poco el paso.
Nada más abrir la puerta principal, ya se escucha el rumor de personas charlando y el arrastre de sillas y mesas por todo el edificio.
Abre la puerta del aula y se dirige a su sitio. Las clases están a punto de comenzar. Le lanzan alguna que otra mirada pero, está en su mundo propio y ahí no recibe. La campana resuena por los pasillos y las puertas van cerrándose lenta y sucesivamente. La suya también, con la entrada del profesor.
Desenfundan todos. Le toca exponer. Se levanta sin prisa hacia el estrado enfrente de la pizarra. Todos los demás están atentos para tomar apuntes e ideas que les sugiera su obra.
Mientras le advierte que puede empezar, solo piensa en una persona.
Siempre se acuerda de cada pequeño detalle, por insignificante que parezca, y piensa en volver a estar a su lado de nuevo, en lo que la quiere y en lo que la echa de menos.
Y es que, tras ese gesto de indiferencia, su corazón está sufriendo por esa persona intensamente.

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