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martes, 25 de septiembre de 2012

Atlántico norte.

Ahí estaba, tumbada encima de la cama. Inmóvil, con una respiración regular y los ojos cerrados.
De no ser por su pecho, que ascendía y descendía lento, casi imperceptible, cualquiera habría dicho que estaba muerta.
Tenía la piel pálida, enfermiza, espectral; la cara contraída en una mueca de calma y seriedad, capaz de helar el infierno mismo.
Parecía que el tiempo no transcurría en la habitación, como si el gesto pudiese detener el tiempo; congelándolo, haciendo a los segundos parecer años.
Unas horas y otras más pasaron, y varias después, abrió los ojos lentamente, sin prisa.
Tenía la mirada perdida en el techo, mientras parecía buscar dolorosamente algo, entre el invisible infinito.
Entonces, se incorporó sobre su abdomen, y se levantó de la cama pesarosamente. Estaba ya harta de pensar, de sufrir, de callar, de anhelar. Fue directa al armario, y empezó a vestirse, de esa forma que sólo ella sabía: espontánea, reflejando los sentimientos del alma, con un algo indefinido, capaz de causar destrucción a su paso. Ya arreglada(con un aspecto presentable, más bien), salió de casa, sin notificar a ninguno de sus habitantes su ausencia.
Tras caminar un par de kilómetros, los pinos y eucaliptos comenzaron a abrirse camino a su paso, marcando la aproximación a su destino. Algunos la hubieran tomado por loca, otros por aventurera, y unos últimos, ni siquiera se habrían fijado en ella. En una última curva del sendero, una gran explanada se abrió ante ella, colocada sobre un acantilado frente al océano. Corrió hasta el final, justo hasta el borde del precipicio, donde freno en secó. Mientras el polvo se levantaba y unas piedrecillas caían al vacío, ella inspiró el aroma a salitre, dejando que inundase todo su ser.
Miró hacia su izquierda, y encaminada y decidida, descendió la enorme escalinata que iba pegada al abismo. Tocando el suelo grisáceo, llegado al final de las escaleras, empezó a arrastrar el pie en círculos elípticos, sobre sí mismo. Sabía que le esperaba si continuaba. Respiró profundamente y se decidió a caminar; ya estaba allí, ya no iba a tirar la toalla. Poco a poco, empezó a coger velocidad, hasta acabar corriendo todo lo que sus piernas le permitían. Si la roca gigante, que emergía de la nada, no estuviese ahí, se habría desanimado en su carrera, notando el cansancio, la falta de aire, la sensación de asfixia. Pero estaba ahí, dándole ánimos a seguir sin detenerse; y cuando al fin llegó junto a ella, se tiró al suelo, echándose a rodar y a girar sobre sí misma. No le importaba ensuciarse, ya se limpiaría después.
De repente, un recuerdo le atravesó la mente, haciendo que se detuviesen bruscamente sus movimientos. Boca abajo, quedó quieta, y empezó a reírse como una loca. Raramente, concluyó la risa espeluznante e inició un  llanto lastimero. Fue algo extraño. El lagrimeo cesó, y su demente cabeza se puso en funcionamiento de nuevo. Se levantó, con mirada fiera, cuando otro recuerdo le atravesó la mente. Los recuerdos no dejaban de acribillarle, mientras ella se encaminaba directa a la orilla del mar. Con el agua casi rozándole los pies, y el olor marino haciendo un efecto relajante, se despojó de su abrigo y calzado, ladeando la cabeza. En un acto impulsivo, se metió en el agua, inclinándose hacia delante para realizar una perfecta zambullida de cabeza. Y tras varios segundos, que se hicieron eternos(pues el agua esta vez, por raro que le pareciese, le pesaba a su alrededor, sobre su cuerpo, en sus pulmones), emergió de las profundidades como una sirena, como la reina de este elemento. Paso a paso, salió del gran azul, tranquilamente. No le importaba estar mojada, pues se encontraba muchísimo mejor.
Volver a aquel lugar le suponía una tortura. Le hubiera gustado no volver nunca más, pero por alguna extraña razón, no podía; su corazón la obligaba a volver, haciendo que se auto-preguntase si le gustaba infligirse dolor, pero la respuesta simple siempre aparecía en su cabeza como un mantra.
No le gustaba el dolor, no le gustaba para nada; solamente estaba asustada. Tenía miedo de olvidar los recuerdos, esos que tanto daño le causaban; pero sobre todo, tenía miedo de olvidarle a él. Desde que le conoció, hasta que se dijeron el último adiós, le había parecido la persona más maravillosa del mundo.
Siempre se preguntaba si él la esperaba, como ella le esperaba a él; si aún la llevaba guardada en su corazón. Y respecto a ello, lo que podía estar sucediendo, era puro pánico y terror.
Normalmente, actuaba de forma extraña, pudiendo pasar por loca. Cada poco le añoraba y se le humedecían lo ojos, bailaba vals descalza, canturreaba las mismas canciones como un disco rayado, le hablaba al viento sin esperar respuesta, y se encerraba en su habitación, durante horas y horas, sólo para contemplar el cielo desde la ventana. Podría pasar por loca, sí. Sólo de recordarlo le entraban escalofríos, como si su cuerpo lo hiciese a traición, y otras, involuntariamente, sonreía como una tonta.
Al hacerlo, su mejor amigo ya sabía en qué(quién) pensaba exactamente. Él le había hecho de diario y siempre le había sido fiel, por eso ella le adoraba, a pesar de curiosas manías que tenía. Se tenían el uno al otro, y eso era casi suficiente para ella; no había poco más que necesitara.
Recuperando sus pertenencias y colocándolas sobre su aterido cuerpo, escribió un verso de un poema sobre la arena y volvió sobre sus pasos, hacia el acantilado. Esta vez, se limitó a caminar por la orilla, como ya había hecho más veces antes de la mano. Ya subidas las escaleras, se giró sobre si misma y contempló su paraíso. La playa se veía en todo su esplendor desde allí.
A lo lejos, se encontraba la piedra y el verso, que aún no había sido borrado aún. Un fugaz recuerdo se coló en su mente, provocando que rodase una veloz lágrima incontenida, que rápidamente se enjuagó, borrando cualquier rastro de tristeza.
Y mientras se alejaba de su lugar favorito, de su paisaje para enamorados, de sus recuerdos inmortalizados, de una parte de su vida, de su playa(la de él y la de ella), sonreía como no lo había hecho desde hacía muchísimo tiempo, desde el día en que se dieron el último beso.

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