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sábado, 20 de septiembre de 2014

Irreversible.

Buscaba en ti esa mitad cítrica que todos tenemos. Pero nunca fuimos de la misma gradación, porque cuando tú eras amarga, yo era dulce. Y cuando te intentaba echar azúcar, te ponías ácida.
Solía pensar que aunque no tuviese fortuna, era afortunado por tenerte; aunque te llevases todos mis tesoros, y me andases pidiendo más de lo que podía ofrecer. Aspirabas a más que la mortalidad ofrecida en cada uno de mis alientos; querías la luna, y entregártela en botellas, cartas y metáforas no era suficiente para ti.
Veías el mundo tras el cristal de bohemia más destrozado de todos, ansiando poder atravesar aquella retención que te separaba del obscuro, donde te querías perder sin importarte no saber regresar.
Siempre me decías que allí donde sentenciaba luz, existía oscuridad que me negaba a creer, porque sería demasiado doloroso para mí ver tu verdadera naturaleza. Decías que tu alma, en caso de tener una, era inmutable y estaba condenada al martirio. ¡Cómo te gustaba dramatizar y desdramatizar las cosas!
Por todas tus locuras, todos tus deslices, todas tus muecas, todos tus estallidos, todas tus distorsiones, todos tus silencios, todas tus sombras, todos tus desprecios; por cualquier idiotez te hubiera perdonado, si tus ojos demostrasen arrepentimiento, y no esa fría cólera orgullosa que te asola, cuando se habla de un nosotros.
La necrofilia, para ti, era algo metafóricamente bello. Me decías que tú le hacías, todas las noches, el amor a tus fantasmas. Los sacabas, de allí donde habita el olvido, a bailar; y entre nota y nota suspirabas quedamente, con las pupilas inundadas de sodio acuoso y los labios teñidos de carmín.
Mecías en soledad el fuego que te devora por dentro, al ritmo de vaivén de tus caderas, cuando se descosían los hilos y se abrían las viejas heridas nuevamente. Entonces, yo intentaba besarlas y tú me apartabas con un deje de desdén, dejando que se infectasen aquellas cicatrices que no me pertenecían.
Sostenida sobre los zapatos que nunca abandonabas en el suelo o cualquier otra parte de mi habitación, me dejabas varias veces con la palabra en los labios en un corto período de tiempo, y dando la vuelta con un grácil giro de punteras, tu indiferencia me cortaba la respiración, olvidando donde guardas la ternura .
Aparcaba toda mi rabia por verte sonreír, recibiendo como premio una mueca ingrata de burla. Tus sonrisas eran así: como bellas mariposas asesinas. Si no supiese leer entre líneas lo que decían, hubiese creído que la felicidad se desbordaba por las comisuras de tu boca, y no el real odio enfermizo existente que maquillabas.
Deseaba a voz en cuello, más ausente que omnipresente, que abandonases esos impulsos electro-químicos que te daban, tanto en la más absoluta calma como en la más agitada tempestad. -¿Cómo hacerlo? Dímelo.- sentenciabas gélida e irónica. -Si lo hago, destruiré parte de mi humanidad, y la persona que vieses, ya no sería yo.-

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