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miércoles, 9 de abril de 2014

Enterrados en olvido.

-Mírame, abre los ojos- le pidió él.
Ella no los abrió. No quería tener que verle la cara. No quería que la viese en ese estado tan lamentable. Ahora, con los ojos enrojecidos e hinchados, las lágrimas surcándole el rostro, era frágil, vulnerable. No podía verla así. Él no debía saber que había cosas que la debilitaban y la quebraban, que en ciertos casos había síntomas de humanidad en ella, que en verdad no actuaba bajo un guión predefinido. Porque entonces todo habría terminado, hallaría la forma de abandonarla rota de dolor y rabia, sin mirar atrás.
-Por favor, mírame, no puedo verte así, y hacer como si nada estuviese pasando, mírame- imploró desesperado el joven.
Ella abrió los brillantes ojos, mirando el pavimento, escondida entre los mechones de su larga melena que ahora le cubrían el rostro. Gradualmente, fue ascendiendo la vista a la vez que la cabeza, mientras su visión iba cambiando. Se detuvo cuando tuvo la cabeza recta, mirando al pecho fuerte y liso de su acompañante, donde tantas veces había posado las palmas de las manos admirando su musculatura.
Con sólo dos dedos puestos en su barbilla, alzó delicadamente el rostro de la muchacha. Se le escapó un gesto de ahogo, al ver aquellos ojos inundados, los labios delineados en una línea recta, el pelo despeinado en un intento fallido de rebelión al viento invernal, el rostro figurando una mueca de decepción.
-Escúchame, no te dejaré. Esto no es el final, sólo te pido que esperes. No es un hasta siempre, es un hasta luego o un hasta mañana. Estaré aquí para ti siempre que lo necesites, te dije que iba a cuidar de ti y eso haré. No me voy a ninguna parte- sentenció con solemnidad el joven. Tal vez, para dar credibilidad a sus palabras, fue por lo que estrechó en un acogedor abrazo a la chica que se hallaba frente a él.
Por alguna extraña razón, la joven, después de tantas otras ocasiones, por primera vez, no confió en sus palabras. Aunque tal vez no fuese muy extraño creer que todo lo que le había dicho, desde que abrió la boca para dirigirse a ella cuando la conoció, era pura palabrería. Creer que la había seducido con falsas promesas, con fantasías de pasión eterna. Con mentiras, que él no creía, pero ella sí. Hasta ese momento.
¿De quién fue la mentira más letal? No lo sé. Él dijo que no se iría y ella asintió con vehemencia, dando a pensar que la había conseguido engañar de nuevo.
Al separarse del abrazo y mirarse a los ojos intensamente, intentaron confesar su engaño y pedirse perdón, intentaron enmendar todos sus errores. Pero cualquiera sabe que no sabemos leer la mirada hasta ese punto, cuando todo lo que parece mostrar es un gélido orgullo y una pizca de emoción.
Ella le miró a los labios, finos y delgados, que en ese momento no sonreían, y a pesar de su enojo se le mostraron tan apetecibles como hasta entonces. Entreabrió la boca medio centímetro para coger aire, para alentarse, para tomar impulso hasta estrellarse contra él, sostener su rostro con las manos, buscar su boca con la suya y aferrarse a ese momento de pasión en el que su simple contacto significaba que todo era real, que estaban vivos.
Y así lo hizo: por él, por ella, por ellos, por lo que habían sido, por lo que eran, por lo que les quedaba; y puso todo el amor que su cuerpo sentía y albergaba en ese beso.
Y al separarse sus labios y suspirar, expiraron a bocajarro todas las mariposas, aquellas que se habían convertido en asesinas. Expiraron sus palabras, que se las llevó el aire y quedaron relegadas al olvido, vagamente perdurando en sus recuerdos. Expiraron todos los segundos a partir de entonces, el tiempo que pone cada cosa en su lugar. Expiraron los sueños, los deseos, la felicidad, antes palpables y latentes. Expiraron todos los errores acontecidos hasta entonces, salvo uno. Aquel que cometieron desde el primer instante en que cruzaron miradas, aquel que nunca quisieron admitir: que el amor nunca les brindaría una sola oportunidad, porque no estaban hechos el uno para el otro.

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