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lunes, 8 de enero de 2018

Yerma.

Volvemos a encontrarnos en el cara a cara de la habitación, con la luz sobre los cuerpos que se van desnudando como árboles de otoño.
Yo me vuelvo roja como la sangre, intentando que no me mires más de lo que mi pudor me permite aceptar.
Tú te vuelves castaña, como tus ojos, con esa calidez y olor que envuelve algunas calles por estas fechas.
Las hojas que cubren nuestros troncos, raíces y ramas caen al suelo silenciosas, descubriendo la savia que nos deja vivir y las formas nudosas que se han formado a lo largo de los años.
Como una enredadera que busca la luz, avanzas hacia mí, decidida y enérgica, acariciando con tus manos mi aún eterna primavera. A sabiendas de que el invierno está a la vuelta de la esquina, y con los recuerdos de un sueño de una noche de verano, me acuesto a tu sombra sobre una cama que ya se sabe de memoria las constelaciones de lunares de tu cuerpo.
Recorres trocito a trocito la corteza que me separa de otra yo, la que tiene un naranjo en flor casi en medio del pecho, la que riega con besos cada uno de tus brotes tiernos. Pero ella está detrás, y lo que sientes no es otra que la que se cubre con escarcha, la madera marchita que prende al más pequeño fuego.
Y en ti hay una margarita silvestre y traviesa que se cuela cuando menos te lo esperas, que tiene el tallo cortado pero hace cosquillas. Y un galán que se junta a una delicada dama en el momento estimado y oportuno.
Creces sobre mí, despliegas los pétalos como una mimosa a la mañana que empieza a entrar a medias por la ventana, y alargas los estambres hasta mis pistilos.
Estigma y estilo frente a antera y filamento, cubiertas de minúsculas gotas de rocío. O tigre y paloma sobre tu cintura, en duelos de mordiscos y azucenas.
La noche deja paso a la mañana, la vigilia al sueño, y caos a oniria.
Tú mueres en el invierno, tras abrirse el cielo contenido, y llover un par de veces con ansias y placer.
Yo muero tras las tormentas que preceden a la calma y descargan un par de rayos, con lóbrega contención.
Es igual que el agua nos llegue hasta el cuello ahora, pues el terreno ya está seco y baldío por falta de cuidados, y aquella incipiente semilla no volverá a florecer.

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