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lunes, 16 de octubre de 2017

Apocalippsis.

Aquella tierra vieja,
fiera e inquebrantable
hoy se ve cubierta por
la oscuridad.
Y no es que el sol
se oculte entre las nubes
como acostumbramos:
humo denso avanza raudo
y firme entre nuestros ríos,
bosques, humildes tesoros.
La luz de la mañana
se mezcla con hogueras
que quieren comerse
nuestro preciado paraíso.
Corremos dispuestas a
sofocar las llamas
que crean muerte y
desolación, con agua
que se ve falta de
manos y llena miles
de ojos que vierten
nuestra única esperanza.
No se escucha la
alegre naturaleza bailar,
sino aullar de dolor
por su mala suerte,
pues ella no tiene culpa
alguna de que no sepan
apreciarla ciertas ingratas.
Me encojo de angustia
e impotencia viendo,
escuchando y leyendo
a quienes no doblegan
ante el error de reducir
eficacia en estas situaciones
de horror asfixiante.
Nos estamos muriendo
con cada trozo de tierra
que muere luchando por
aferrarse a la vida;
con cada ser vivo que,
desahuciado, huye
en un intento de ver otra
verde mañana más.
Si ya somos tierra
negra de minerales,
hoy se suman humo
y hollín que sobrevuelan
los montes orgullosos,
dejando paso al calor que
destroza sus nobles figuras.
Hoy no existen banderas,
pues el norte se hermana
y solidariza con los pueblos
vecinos que sufren enfermos.
Si hoy se muere entre polvo
y ceniza mi amada tierra;
mi corazón, desangrado,
también así lo hará.

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