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jueves, 15 de junio de 2017

Inmortal.

Hacía mucho que no te escribía, corazón...
Hacía mucho que no me paraba más de tres segundos a darme cuenta de que estabas ahí, después de todo, para borrarme el sentimiento de soledad de un plumazo.
Pero el otro día estaba distraída y, sin quererlo, tropezamos. Estabas tan radiante como cuando salía contigo de paseo y se me iluminaron los ojos.
No pude evitarlo.
Me hiciste recordar a aquella dulce chica de sonrisa desmedida que reía y reía sin eco de tristeza. Ya sabes, la de los domingos por la tarde dando voces y bailando como si la vida la invitase.
Fue bonito verla otra vez, a través de un espejo, con los rizos chocando unos contra otros en una cascada de suavidad infinita.
No pude evitar sonreír, con añoranza, con los trazos melancólicos que empañan la hermosura de saberse efímera y disfrutar. Había vuelto tan atrás sólo con verte... Y eso que aún no te había vuelto a acariciar tan siquiera.
Porque cuando lo hice, cuando mis manos rozaron tu piel firme, aún viajé más atrás, a un pasado que tiene su hueco en presente y futuro.
Retrocedí tan atrás que me vi entrando y saliendo del agua como una sirena, con la piel tostada y el pelo desgastado por el sol y el salitre. Con los ojos incendiarios que aún no han conocido la chispa que prende el fuego del dragón. Oh, la luz dormida, el alma intangible, brillando opaca a través de unos iris soleados. Cuánto amor contenido que no conocía maldad alguna.
Tan inocente, tan frágil... La sonrisa intensa que oculta tempestades de lágrimas, gotas furtivas que descienden veloces por mejillas decoloradas río abajo. El paso alegre de un hada que hace que vuelvan a brotar las flores y llueva tenue sobre mojado. Juventud naciente que ilumina un corazón excitado por latir en este mundo que se desvanece.
Mas volví de golpe al presente y te noté mustio y marchito, con los años pesando en las lindes de tu cuerpo, y entonces lloré. Lloré una amalgama de emociones que rompían contra tus oídos como poesía: la felicidad de verme completa, la tristeza de verme vacía, el asombro de verme viva, después de todo. Lloré haberme olvidado de tu nombre, lloré haberte encerrado entre recuerdos, lloré habernos asesinado entre la espalda y el papel.
Y al final, y sólo al final, viendo los resquicios de un pasado que murió, del presente devorando segundos y del futuro que se oculta entre la niebla, supe perdonarte, corazón.
Perdonarte y, con ello, perdonarme.
Nunca más.

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